lunes, 14 de marzo de 2016

PREGÓN DE SEMANA SANTA



¡Qué bella es Córdoba! ¡Qué excelsa cantas!
Que amaneces entre verdes trigales,
mecida en azahar de naranjales;
corona de encinas,  río a tus plantas.

Una alhaja por la fe conquistada,
una tierra que a Dios eleva el alma
al abrigo de una almenada en calma,
el tañir de una torre enamorada.

La creación entera concurre en ti;
un solo palpitar, un solo canto
en una melodía angelical,

como nunca en la ciudad yo sentí
un silencio roto por el quebranto
de un “himno egregio: ¡Viva la Catedral!

Amigos todos,

El sol suavemente aparece en el final de la aurora de todo un año de espera, donde los corazones cofrades con inquietud, impaciencia y vigor, comienzan a despertar ante el tronío de los ángeles que rasgan el firmamento, y que desde lo más alto anuncian un nuevo estreno, que este amanecer es distinto; está colmado de la alegría de un rocío que fecunda y hace brotar el azahar, embriagando con su aroma el lugar donde emerge un río de plegarias y sentimientos hacia el dador de todo bien, el templo fernandino, testigo del devenir de la historia de un pueblo. El sol en su pórtico, un haz de luz que a través de su rosetón gótico-mudéjar, apaga el frío invierno y aviva el florecimiento de lo pequeño, humilde y sencillo.

En los hogares cordobeses, nerviosismo, turbación, ansiedad…, las calles y plazas se llenan de chiquillería y algarabía; carreras, prisas, colorido, regueros de pequeños cogidos de las manos de sus padres, familias enteras que al paso de los templos, de sus canceles, van tomando pequeñas ramas de olivo, algún avispado toma palmas y palmitos en sus suaves y delicadas manos, y caminan al encuentro de aquel que viene “victorioso, humilde y montado en un asno, en un pollino”[1]; es nuestro Padre Jesús de los Reyes, del que han oído hablar que “ha venido a anunciar a los hombres la Buena Nueva” [2]. Ya se divisa la Borriquita, ¡ahí viene madre! ¡Mira, papá, es el Señor!, y ante el grito inocente de los niños y niñas vestidos de hebreos, sube alegremente el Señor por el Realejo, camino del que mañana será su Gólgota, al canto entusiasta de aquellos que en la niñez te mecen, hijos de la Señora fuerte y Madre de la Victoria; sobresale exultante el himno: ¡Hosanna! ¡Bendito el que viene en nombre del Señor, el Rey de Israel![3] El Señor de los Reyes, desde el abajamiento y la humildad, toma la ciudad patricia, y en la lontananza, como quien todo lo observa en la distancia, que huye del protagonismo, está la bendita Madre de la Palma, cobijada en el azul impregnado del amarillo de la palma martirial y arropada en un manto, presagio de la sangre que se ha de derramar para que nuestras almas broten a la vida eterna.

Nuestro Señor quiere quedarse ya con sus íntimos, sus discípulos. En tanto, uno de ellos, Judas Iscariote, va a tratar con los sumos sacerdotes y los jefes de la guardia el modo de entregar a Aquel que se había ganado al pueblo.

También se retira su bendita Madre, que amparada por un palio de rejilla, trasluce el azul del cielo, el revoloteo de las palomas y golondrinas; escoltada por los serafines y querubines, camina alegre y gozosa la niña pura, la niña gitana, vibrando en su corazón por el calor dispensado a su hijo. Ella, Esperanza cordobesa; tras su verde manto, jóvenes desgranan dulces y radiantes melodías, y sus costaleros, con el andar juntito, descienden escalones entre muros de blanca pureza, moteados por el rojo de la buganvilla, uniendo la Villa y la Axerquía. Ella nos habla, entre lágrimas y cantares, que es Madre de todos, no hay distancia, divisiones, guetos… todos somos uno, una familia, la familia de los hijos de Dios. Tez morena, que dulcemente, con quietud y sosiego, al son de “Saeta Cordobesa”, por el callejón del Conde de Priego, Santa Marina, llegas a tu hogar; también para recogerte en el silencio, en la espera de la noche más negra y dolorosa, y al tiempo fuerte, pilar de la Iglesia, Señora de la Esperanza.

En la callada y sigilosa tarde, la luz del amanecer resiste a apagarse en poniente, donde en una sala nutrida de juventud, se escucha: “Con ansia he deseado comer esta Pascua con vosotros antes de padecer”[4]; en las postrimerías de su ministerio, Jesús de la Fe, dicta las últimas recomendaciones a sus amigos: “Os doy un mandato nuevo: que os améis los unos a los otros”.

En este clima de intimidad y confidencia, en un portentoso paso barroco, refectorio dorado, y a la luz de unos candelabros de guardabrisa, tras mostrarnos cuál ha de ser la actitud del cristiano, siempre sirviendo, abajándose, por amor; Cristo sacerdote instituye la eucaristía: “Tomad y comed este es mi cuerpo”[5]. Y en sus manos eleva el cáliz diciendo: “Bebed de él todos, porque esta es mi sangre de la Alianza, que va a ser derramada por muchos para remisión de los pecados”[6]. De poniente parte el memorial eucarístico que hunde sus raíces en el corazón de nuestra Córdoba, en la Trinidad, desde donde caminó por primera vez este misterio al que pude acompañar en ese inolvidable Jueves Santo de 1994. Hoy siembra de amor eucarístico toda la ciudad, acompañado de innumerables tarsicios, alegres y pizpiretos, que prenden de luz los jardines del paseo de la Victoria a su regreso, pero que no acaban de iluminar el vacuo, duro e indolente corazón del traidor que busca escabullirse de la fuente del amor.

Fuente de agua viva, sangre derramada que revitaliza el alma, calma la sed del que busca incesantemente la verdad, alimento para el peregrino. Hostia expuesta para la contemplación, para el diálogo de amistad como diría Santa Teresa de Jesús. Hoy, como antaño, acudimos allí donde se encuentra realmente presente con su cuerpo, sangre, alma y divinidad, nuestro Salvador. Hacemos esta santa noche las visitas a los Monumentos como expresión de amor y agradecimiento, y nos postramos ante Él, en reverente actitud de adoración y reparación. A imitación de San Felipe Neri, que en el siglo XVI, para contrarrestar la decadencia moral de su tiempo, tuvo la feliz idea de organizar siete visitas a históricas iglesias romanas: las cuatro basílicas principales (San Pedro, Santa María la Mayor, San Pablo extramuros y San Juan de Letrán), y las iglesias de San Lorenzo, Santa Cruz y San Sebastián. Hoy, la Córdoba cristiana y cofrade, acompaña a María en esta lúgubre y luctuosa noche desde el monasterio de las Dominicas de Santa María de Gracia, Cistercienses de la Encarnación, Carmelitas de Santa Ana, Jerónimas de Santa Marta, Capuchinas de San Rafael, Clarisas de Santa Isabel y Esclavas del Santísimo Sacramento. Para quedarnos, estar, compadecer con Jesús paciente, en el silencio y abandono.

Llegamos a nuestra serranía, allí donde se oculta un hermoso Getsemaní que esculpiera en la roca el Beato Álvaro, donde en esta hora duerme el ruiseñor y el mirlo; un bosque de sauces, avellanos, encinas y pinos piñoneros; donde crece el jazmín silvestre, la azofaifa, el espino de Jerusalén y el rusco: rojo intenso regado con la sangre que mana de las sienes del Divino Redentor y que florece en primavera. En esta oscuridad, cuando los discípulos son incapaces de velar, se dibuja a la luz de la luna, la figura doliente de Nuestro Padre Jesús de la Oración en el Huerto, el Señor que inspiró a San Francisco un himno a la Creación; el Jesús del que se prendaron los agricultores y olivareros de la Córdoba del siglo XVII; y en este siglo, escuela y manantial de cofrades. Es un momento triste y doloroso, mitigado y acompasado con el egregio y solemne andar que proclama la majestuosidad de la humildad del Hijo, que arrodillado, eleva la mirada al Padre diciendo “Padre mío, si es posible, que pase de mí este cáliz, pero no sea como yo quiero, sino como quieras tú”[7]. No rehúye la misión, la tarea encomendada. En la soledad del sí, en la soledad: un consuelo, sentirse al Amparo de la Madre de los creyentes, en la distancia siente cómo apaga la tristeza y angustia.

El sueño se interrumpe, una voz, la del Maestro: “¡Levantaos! ¡Vamos! Ya está aquí el que me entrega”[8]. Aquel que era amado con eterna locura, consuma la acritud de su alma, abre su corazón agrio y balbucea titubeante un saludo: “Salve, Maestro”; y un gesto mentiroso y traidor: “y le besó”[9]. El mismo que en el misterio salesiano se esconde y cae preso de la locura del pecado. Desconcierto, gritos, agarrones, zarandeos, empujones, envites; una espada: Pedro, la roca impetuosa que ignora que más de doce legiones de ángeles estarían dispuestas a defender al Redentor. En otros el miedo, la perplejidad, la vacilación que atenaza el cuerpo y, como el joven discípulo, el que reclinó su cabeza en el pecho del Maestro y escuchó su melodioso y armónico latir, observa incrédulo el ominoso momento. Al pronto se forma la comitiva que abre un judío, cumpliendo órdenes de un soldado romano, que lleva atado como vulgar malhechor a Jesús, que prendido, calla, mira hacia abajo, y con humildad sus pies bendicen el embaldosado de María Auxiliadora. Madre de la Piedad, ¿cuántas traiciones más se han de cometer? ¿Cuántos por un puñado de monedas, o de prestigio, o poder, han de seguir sembrando dolor y sufrimiento? Ayúdanos a no responder con violencia; ni tampoco a escondernos y callar o mirar hacia otro lado y permanecer en nuestra zona de confort, en la cultura del bienestar. Haznos como Él, humildes y valientes en la verdad, testigos, que como San Juan Bosco seamos capaces de liberar al hombre de la prisión del pensamiento único y creer en sus propias posibilidades, especialmente en el cuidado y educación de los jóvenes, que se ejerciten en la libertad y confíen en crear un proyecto de vida, un futuro en justicia.

Encauza, esta fatal compañía, las recónditas y estrechas calles de la Judería, se despiertan los impíos que ayer vitoreaban al Justo humilde y que hoy, desde las alturas de sus ventanucos, se unen a la chusma haciendo muecas y burlas al que unos gusanos llevan maniatado. Ultiman su peregrinaje por la senda del Buen Pastor a venir a caer a San Roque, para ser presentado ante los 70 ancianos que componen el tribunal y el Sumo Pontífice, Caifás. No son los ancianos que con ternura y lágrimas en sus ojos esperan cada miércoles santo al Dios consuelo y compasivo, los mayores que manifiestan en sus rostros la entrega, la generosidad, el trabajo, el sacrificio, el abandono, la soledad, y que esta joven hermandad, plena de barbilampiños, mozos, que cándidamente desean ser sus cirineos, al tiempo abren sus oídos y el corazón a la sabiduría que mana de sus historias probadas en el devenir de los tiempos. Jesús del Perdón es recibido por Anás y dos sanedritas; los 31 puntos de luz del misterio no acaban de disipar la tiniebla del corazón de estos sacerdotes, que anclados en la soberbia y la envidia, se ufanan ante Aquel que jamás anduvo en subterfugios o escondiéndose, siempre dando la cara. Y ante la evidencia de sus palabras, la arrogancia del que quiere congratularse ante el poder, abofetea el dulce y apacible rostro de la Divina Majestad. En el instante, un llanto irrumpe en el patio de Caifás, Nuestra Señora del Rocío y Lágrimas se desploma y cae al suelo, sus ojos vierten lágrimas a raudales que se transforman en rocío, preludio de un pesaroso y compungido amanecer; sus manos se abren y alzan queriendo consolar la afrenta y endulzar la mejilla de Nuestro Señor del Perdón. ¡Ángeles del cielo!, ¿por qué calláis? Arcángel San Miguel, es este el momento de pisotear la serpiente y lancear al maligno que arde en deseos de someter al justo. No. Es la hora de callar, es la hora del silencio.

En el exterior, Pedro, ensombrecido y desolado, pone de manifiesto la verdad de su corazón: la falta de valentía en la persecución, aún no estaba preparado para beber el mismo cáliz del Maestro; y en el interior, el Sanedrín espera, presidido por Caifás que sentado en un excelso y poderoso sitial, asiste furioso y enajenado a la infructuosa trama que había conspirado con los eruditos, escribas y fariseos. Disponiéndose a resolver el asunto, se levanta frenéticamente y en el delirio del que ha perdido la razón y la fe, pregunta: ¿Eres tú el Hijo del Dios vivo? El Divino Redentor sencillamente contestó: “Yo soy”. Y al punto comenzaron a escupirle y zarandear al amabilísimo Cristo de la Redención. ¡Oh, Jesús mío, divino Hijo de Dios que viniste a traer la justicia, la paz y la esperanza a la humanidad, Señor, que llegaste a nosotros para que viéndote a ti creyéramos en el Padre! Son tus propios ministros los incapaces de reconocerte, aquellos revestidos de una especial gracia para mostrarte a un mundo decadente y sediento del agua viva que derraman tus ojos ante la traición más dolorosa de los que tú elegiste para que fuesen tus amigos y actuaran en tu nombre. Señor, callas en esta hora, no por temor al poder, sí ante la cerrazón del corazón y ante la ausencia de la razón y ante aquellos que han perdido la fe y el amor primero y ven como una amenaza que el hombre se levante y desee ser libre y regir su propio destino. En este abandono sigue a tu lado el pueblo, tu barrio, que henchido de sabiduría acoge agradecido el alto precio que pagaste para redimirlos del yugo al que habías sido sometido y que testimonian ese amor en el innumerable ejército de querubines que con sus trompetas, tambores y cornetas, hacen compañía en su prisión al angustiado, escarnecido y abandonado Jesús de la Redención. Su juventud te hace brillar en la humildad y en el silencio, porque la bendita Madre, Estrella refulgente, sigue sosteniéndote en esta trágica noche, como en la niñez, cuando musitaba una nana al dulce nombre de Jesús.

Nuestro Señor, como un juguete roto rodeado de una insolente y desfachatada compañía, comienza un deambular por las calles de la Jerusalén cordobesa, yendo a parar a las manos del poder civil, que sorprendido y estupefacto, ve invadida la torre Antonia, encontrándose enfrente un rostro ensangrentado fruto de los golpes y bastonazos, un hombre despreciado por su propio pueblo. Los dos poderes se enfrentan, religioso y civil. ¿Hasta cuándo Señor de la Sangre hemos de seguir padeciendo este antagonismo y despropósito? Señor, sostenido por la elegancia, pureza y refinamiento de tus costaleros en la entrada conventual cisterciense, el procurador famoso por sus acciones homicidas, acomplejado, ante tu mirada pregunta: “¿Eres tú el Rey de los judíos?”[10], y tú contestas: “Mi Reino no es de este mundo”[11], pero en ello te digo que soy Rey, y he aquí mi madre Reina y Señora de los Ángeles enjoyada con oro de Ofir; Madre, que desprende aromas suculentos, mixtura de aroma a nardo. Ella viene tras de mí, en silencio, sostenida por mi discípulo amado y arropada por la jerarquía angelical: los ángeles, arcángeles y principados, ayudados por las potestades, virtudes y dominaciones, y elevada al cielo por los tronos, los querubines que son los guardianes de la luz y las estrellas y los serafines, que con sus alas entrelazadas impiden que la tierra toque a la siempre admirable y pulcra Reina de los Ángeles.

En el desconcierto, el procurador trata de zafarse del galileo enviándolo a Herodes que por esos días se encontraba en la ciudad de David. Una prueba más, pasan los siglos y los poderes, ante la dificultad, evitan asumir responsabilidades y afrontar con coraje los problemas de los hombres. Siempre confabulando, cuidando su imagen, protegiendo sus tesoros y estatus. Herodes lo recibe con algarabía y júbilo, aparece como la imagen de los hombres que buscan respuestas fáciles, los milagros y prodigios mágicos que narcotizan y ensombrecen la razón del hombre, el espectáculo, lo cómico. Y ante Jesús del Silencio, Herodes y su séquito, como diría San Buenaventura “lo desprecian como impotente, porque no hizo ningún milagro; como a ignorante, porque no respondió palabras; y como a estúpido, porque no se defendió”. El Rey de la locura, laxitud, perdición y corrupción del poder, vistió con túnica blanca a Jesús, despreció al que maniatado e inclinando la cabeza callaba humildemente; así actuó el hijo de aquel otro Herodes que no reconoció el fruto divino de las entrañas de Nuestra Madre de la Encarnación, que fuertemente se sobrepuso ante el León que quiso arrebatar la vida de su hermoso hijo. Mujer fuerte, animosa, atrevida e intrépida, modelo de las sencillas jóvenes que sobre su costal toman, con gran ánimo y exultantes, la Córdoba sultana y mora para mostrar que la mujer no es un objeto, no es propiedad de nadie; ellas rigen su propia existencia y son dueñas de su futuro, libres e iguales en dignidad, que se resisten a ser subyugadas por el género; son hijas, amantes esposas, tiernas madres, cándidas abuelas… nuevas “Evas” que lucen como estrellas en el firmamento de una Córdoba reconquistada para la libertad.

Cuando aparecen las primeras luces del día, sin poder ver el fin a una noche fría, insensible, inclemente y cruel, Jesús es devuelto al prefecto Poncio Pilato, que aún sumergido en la duda e influenciado por su segunda esposa, Claudia Prócula, desea saber algo más, “¿qué es la verdad?”, pero no encuentra respuesta ante el amantísimo y piadosísimo rostro de un Jesús que sabe de aquellos corazones duros, negados y ciegos, en la vanidad. Pilato, ante la negativa, sale de nuevo afuera, y ante la ciudad que fundara el general Claudio Marcelo en el siglo II a. C., que fuera colonia patricia y capital de la Bética casi siete siglos, luego tres más cristiana visigoda, proclama que no encuentra delito en Él. Pero ante el temor de las turbas que ignoran o rechazan la Gracia y Amparo de una Madre cariacontecida, apesadumbrada y consternada, insisten una y otra vez en que condenen al inocente; sus oídos temerosos y su mirada aterrorizada no alcanzan a escuchar el susurro de la delicada figura de la que es Señora y fuente de la Alegría.  Se torna Pilato. Al punto levanta el brazo, y comienza al pie de la torre de San Nicolás de la Villa el andar valiente, sin concesiones, largo del Señor de la Sentencia, caminar elegante y sin estridencias, que muestra el poderío, señorío y soberanía de una tierra, Córdoba,  que pese a quien pese, siempre y por siempre, será Cristiana, sede de la verdad y la vida.

Pilato alarga la agonía, “tomó a Jesús y mandó azotarle”[12]; Nuestro Padre Jesús Preso y Amarrado a una columna, el Señor de los curtidores y guadamacileros, según Santa Brígida, se desnudó por sí mismo, se abrazó a la columna y alargó las manos para que lo maniataran. “Los bárbaros verdugos se lanzan armados de látigos sobre el inocente Cordero, uno le hiere en el pecho, otro azota las espaldas, otros descargan sus látigos sobre las piernas y costados, sin que su cabeza sagrada y su divino rostro se vean libres de los golpes. La Sangre de Jesús corre, quedando bañados en sangre divina los azotes, las manos de los sayones, la columna y la tierra”[13]. Y en la sobriedad de un enlosado de caoba, solo quietud para recibir el dolor por nuestros pecados, una columna testigo de Aquel que ofrece su espalda para mostrar por qué razón donde abundó el pecado sobreabundará la gracia; pausadamente inicia la subida elegante, selecta, distinguida, entre columnas de naranjos, envuelto en la fragancia del azahar y el incienso.

¡Ay, Madre de la Merced!, que rompes ataduras, separas los eslabones de las cadenas que atenazan al preso y cautivo; ¿por qué no puedes liberar a este inocente confinado en la cárcel de la ingratitud e indiferencia con una de las llaves que engalanan tu hermoso y sublime palio? Tu Eterno y glorioso Hijo eleva la mirada buscando el consuelo maternal y paternal; ¡Madre de la Merced! Una cohorte de ebrios soldados “le cubren con un manto de grana, y entretejen una corona de espinas, se la ponen en la cabeza, y una caña por cetro en su mano derecha”[14]. Mira, Señor de la Coronación, a qué extremo te ha llevado el amor. Si ayer fuiste abandonado en la prisión, hoy tus hijos desde el Zumbacón, que lo mismo rompen la madrugada que llenan de dulzura la tarde tras su Señor de la Coronación, fuerte y vigilante, transforman las espinas dolientes en guirnaldas de amor, bálsamo de todos aquellos que esperan la visita de la Madre de la Merced en el rosario de la Aurora a hombros de sus hijos.

¡Ay, Madre, de eterna Amargura! ¡Ven presurosa! Vuelve el gobernador y trae tras de sí a tu glorioso Hijo. ¿Cómo abrir los ojos ante el cruel esperpento? Bendita Madre Trinitaria, tu corazón desprende acíbar, mana áloe de intenso amargor, de ahí que tú solo seas la única capaz de sanar con una lágrima la raíz honda del vil pecador. “Jesús está fuera llevando la corona de espinas y el manto de púrpura”[15], y un grito silencia la plaza del Alpargate: ¡”Ecce Homo”, “Aquí tenéis al hombre”! que al punto queda roto en un estrepitoso vociferar de las turbas, que como cornetas estentóreas, poderosas y agudas, protestan: “¡Crucifícale, crucifícale![16]“. ¿Qué habéis hecho con la dulce y serena figura de mi bendito Dios? ¿Qué habéis hecho con mi Rey? Sí, el Señor de los Señores. ¡Cobardes! ¡Infames! Como yo, que por mi vileza, flaqueza, debilidades y veleidades, te encuentras expuesto al juicio del necio, y en tanto el miedo no abre mis labios, me escondo en la ingratitud de la muchedumbre. Pero hoy, Señor, mi Córdoba doliente y sufriente peregrina al camarín de los Padres de Gracia a arrodillarse, contemplar y golpearse el pecho para pedir perdón por cuantas veces callamos ante la injusticia, temerosos de ser señalados. ¡Oh Jesús Rescatado! Por los méritos de vuestros desprecios sufridos por mí, dadme la gracia de sufrir con paciencia y alegría las injurias y afrentas que reciba y delante de ti, no tras de ti, vestir la túnica y alumbrar tu penoso caminar, porque duro es el tránsito hasta llegar a la vida eterna. “Un sentimiento, una ilusión”. “Gloria a ti Trinidad, y al cautivo libertad”.

Las criaturas ya han colmado el cáliz de la hiel condenando al creador, al Hijo del Dios vivo, al Rey del universo, Señor de cielo y tierra. El Procurador se quita de en medio, no ha dejado en paz al justo desoyendo la voz de la esposa y entrega a nuestro Padre Jesús inmerso en la locura de la pena, pena de un pueblo que por su boca se ha condenado y se ha instalado en la perdición. A un tiro del enlosado trinitario sacan a Jesús de las Penas, al estrado de San Andrés; allí desvisten al rey burlado de la escarlata, y revisten al apacible, bello y vigoroso Gitano con sus propios vestidos. Decía San Ambrosio, que “obraron así para que Jesucristo fuese conocido al menos por sus vestiduras, puesto que su hermoso rostro estaba tan desfigurado por la sangre derramada y las heridas recibidas, que no podía ser fácilmente de todos conocido”. Lejos de esconderse, el Señor de los gitanos, a hombros de sus aguerridos costaleros, se abre paso triunfante; cambios elegantes y alegres que muestran una celestial sinfonía de amor que dispone el alma a acometer la vía dolorosa con el brío del que sabe que la Esperanza espera, está al final, nada puede con el poderío de Jesús de las Penas que con gallardía y airoso da la vida: ¡A esta es! ¡Vamos de frente!

Al instante, “tomaron a Jesús, y Él cargando con su cruz, salió hacia el lugar llamado Calvario”[17]. ¡Qué Señorío! ¡Qué poderío! ¡Su hablar y actuar es con autoridad! Dice lo que hace, y hace lo que dice. Quien quiera venir tras de mí, niéguese a sí mismo y cargue con su cruz. Sí, Señor de los Reyes, nadie te impone la cruz, eres tú mismo quien abraza el tronco, signo de perdición y condena, para transformarlo en el tallo que nos abre a una nueva vida en plenitud. Abrazas la cruz mirando al horizonte, signo de que el amor es el único que construye puentes, que sólo mueve en verdad la caridad. Las turbas insensibles se escandalizan y se enrabian al contemplar la magnitud del gesto, trastornadas gritan y vocean al mirar cómo abrazas con fuerza y vigor el madero que marca la verdad de la vida humana; y en el transitar, elevado sobre las aguas del Betis, con tus pies, bendices el agua que va allende del inmenso mar que se dibuja en el azul de los ojos del Dulce Nombre de María, que lanza al vuelo las bambalinas al acorde de un humilde y melodioso canto: “Proclama mi alma la grandeza del Señor, se alegra mi espíritu en Dios mi salvador”.

Alguien dijo: “¿de Nazaret puede salir algo bueno?” Sí, incrédulo Natanael. Ven, acércate y contempla al Nazareno que “como un cordero al degüello es llevado y como oveja ante los que la trasquilan está muda, él tampoco abre la boca”[18]. Contempla la quietud, serenidad, paz, dulzura del Nazareno que humildemente calla, recogido en el dolor y sufrimiento que “la natural flaqueza apenas le permite tenerse en pie por la sangre derramada en los anteriores tormentos. Mírale cubierto de heridas, con el pesado madero cargado sobre los hombros”[19]. Y como devoto hijo no queda otra palabra que:

Padre nuestro, Jesús Nazareno
soberano que aclaman los siglos
y Señor que bendice los cielos,
mi palabra dé gloria a tu nombre,
valedor de la herencia del Reino,
pues la mano que vence la muerte
reconoce en tu diestra mi pueblo.
El latido cansino del alma
acompasa con un ritmo nuevo,
primavera vital que convierta
en vergel florecido el desierto.
Que la fe vacilante se torne
blanco cirio prendido en tu fuego;
que, contigo en el itinerario,
no me falte, Señor, el sustento
del tesoro de tu Providencia.[20]

Providencia que el padre Cristóbal de Santa Catalina descubrió en el recogimiento y silencio de nuestra sierra cordobesa, se abajó y humilló como el divino Nazareno, y en la profunda confianza, sabedor de quién se había fiado, fue derramando su gracia colmando de riqueza a los pobres abandonados.

Humilde Nazarena, blancura de azucena, madre virginal, consuelo del que llora, que levantas al que cae, no padezcas más viendo cómo se aleja el don de Nazaret. ¡Madre y Señora mía! Cómo quisiera ser el joven Juan para abrazarte y dulcemente apagar tu llanto, secar tus lágrimas, apagar tu tormento.

Vuelve a nosotros tus ojos,
donde la gloria se espeja,
y al finalizar un día
nuestra procesión terrena
hagamos con tu Hijo
estación de penitencia
en la Catedral divina
donde el Padre nos espera
para unirnos en su abrazo
en una Córdoba eterna.[21]

Ya vienen, en un caminar sobrio, del corazón del Alcázar viejo, los nazarenos blancos y morados de Pasión; en el arco de las caballerizas asoma la figura del Señor de los hortelanos. Al candor del correr de las aguas en el Alcázar de los Reyes Cristianos, Señor de la Pasión, viene a mi memoria mi pueblo, mis abuelos, mis huertas floridas, vergel de flores y azahar, de jilgueros y de guindas, de madreselvas y arroyos, con el agua cristalina, que borda verdes tapices de hortalizas. Cuando te contemplo camino de la Catedral, imploro tu bendición, y que derrames agua milagrosa que haga fecundos los corazones de tus hijos que en el barrio viejo salen con sus mejores preseas a recibir al precioso lirio y sublime rosa que esconde la cal de San Basilio. Hasta las aves del campo sobrevuelan el firmamento para recibir a la Reina del Amor, expectantes vigilan desde la espadaña y una multitud de golondrinas revolotean en torno a la Divina Señora y Ella las envía presurosas en este caminar doloroso para que suavemente quiten las espinas de tus dulces sienes, Señor de la Pasión.

En este instante me arrodillo ante ti, Madre y Reina de la Trinidad; una súplica nace de la hondura de mi alma, una oración a la cálida y tierna Madre, baluarte en el que hallo abrigo ante la tentación de abandonar y huir, ante la contrariedad y el dolor.

¡Oh, Lirio magnífico deslumbrante de hermosura!
Purísima arca y sagrario en Nazaret,
excelsa y silente discípula del amado maestro,
merced de la divina Trinidad en el Gólgota.

¡Oh, Lirio blanco de la Trinidad!
Bendita Madre, luz del don de la vida,
excelsa Señora, aliento en el caminar sufriente,
feliz joven que ennobleces el alma mía.

Madre vigilante en la debilidad,
lucero en el horizonte de la existencia,
pilar en el decaimiento y la tristeza,
fuego que prende el corazón herido.

Aviva el espíritu de este pecador
con la dulzura y viveza de tu mirada,
cuida del sacerdote de Cristo
que en alianza de amor eterno
prendido está en tus benditas manos.

¡Oh, Lirio Blanco de la Trinidad! Azucena que floreciste a la sombra de la espadaña de San Agustín, rosa escogida que brotaste en una calle de la Axerquía, a medio camino de la iglesia fernandina de San Lorenzo y del templo donde emerge triunfalmente la figura del custodio de la ciudad. En un patio de arriates, de celindas y damas de noche, Madre bendita de la Trinidad, nos dejaste la impronta de la divinidad. Una pequeña Betania, donde adoptaste a un joven artista, que quisiste no quedara solo y encontrara en ti el corazón y la ternura de una madre que nunca lo iba a dejar de su mano. Ya no habría soledad. Allí en el silencio, contempló con claridad el reflejo de un lirio, la azucena de inmaculada blancura que resplandecía en la inmensidad de la noche cordobesa y que le susurraba al corazón la beldad y hermosura de la Llena de Gracia.

“Lirio blanco de la Trinidad, rosa resplandeciente que embellece el cielo”, que vas tras las huellas del hermoso Nazareno de la Trinidad, que en la estrechez y angostura de Deanes, ya por la gente, ya por la sangre que mana a borbotones de sus sienes, nublan la senda de esta vía Sacra, una mirada perdida y ausente de consuelo. Al punto, una joven valiente, aguerrida, figura de las mujeres santas, sale con un paño de lino a enjugar tu celestial estampa, para ser relicario donde los pequeños y jóvenes de espíritu trinitario contemplen tu eterna belleza. Y como decía Pemán:

“No salió al paso del Dolor por pura
voluntad compasiva de consuelo.
Buscaba ya el tener en su pañuelo
impresa, para siempre, la Hermosura”.

Nazareno de la Trinidad, alarga tu mano, y bendice a la joven Verónica, ariete que rompió la muralla del escarnio para abrir la senda hasta tu corazón malherido y así entraran las benditas mujeres que sollozaban desconsoladas, porque si esto hacían con el leño verde qué no harían con el seco.

Y también, para que Tú, bendita Madre y Señora de la Caridad, a hombros de los costaleros del Buen Suceso y las luminarias de sus humildes nazarenos, pudieras dejar una mirada, un abrazo, un beso al fruto de tus santísimas entrañas, que molido y ultrajado, caminaba derramando divinas misericordias. Un Buen Suceso que desconcertó a la soldadesca, que extrañados se preguntaban, quién puede acercarse a este engendro irreconocible para el género humano. Con prontitud disolvieron este éxtasis de amor; y viendo que tanta ternura hacía flaquear al varón de dolores, se vinieron a ponerle un Cirineo que entrelazó sus manos con las del Maestro quedando transformada una voluntad solidaria, sometida y dirigida por el poder, en un acto de caridad extrema como la que siguen hoy realizando los cofrades de nuestra Córdoba con extraordinaria generosidad, espíritu de servicio y silentemente en las Caritas parroquiales, hogar de San Pablo, casa del transeúnte, acción misionera, en defensa de la vida; teniendo como única bandera dar la vida si así fuere necesario por los pobres, por Cristo pobre.

Cayó. Todo se abate en su caída…
el cielo, al ver su gloria así rendida,
a derrumbarse va sobre la agreste
inmensidad vencida y desolada…
Pero Él clava en la altura su mirada
¡y sostiene la bóveda celeste![22]

(Manuel Machado)

Camino del monte Carmelo cordobés, en el barrio de los piconeros, a extramuros de la ciudad, vienen a contemplar a Jesús Caído. Cada Jueves Santo los cielos se abren y los ángeles derraman lágrimas, lluvia para hacer fértil una tierra que es inclemente ante el escarnio que sufre el inocente. Hundido en la tierra, en el océano del dolor y sufrimiento, nos miras Jesús Caído, cálida y misericordiosamente. Tu mano toca la roca de nuestro interior, un corazón árido, estéril, un yermo de desdicha que transformas en buena tierra, en un oasis alimentado con tu sangre derramada; que dejas al cuidado de la amante compasiva Señora del Mayor Dolor en su Soledad.

Ya toca a su fin la empinada vía Dolorosa y nuestro Señor paciente, dócil, sumiso, divisa al otro lado de la puerta de Damasco el tabernáculo de su suplicio; haciendo verdad que solo aquel que desee pasar por la puerta de la aguja tendrá partido en él. Es lo que nos enseña el Señor de San Lorenzo, Nuestro Padre Jesús del Calvario,  cuando somos invitados a compadecer con Él en el rezo y contemplación del Vía Crucis, a sobrecogernos en ese éxtasis de entrega cada viernes transitando por la puerta de Plasencia hasta un campo de blancos marrubios, el calvario del Marrubial. Hoy, Señor humilde, sobre un paso que ha arrebatado el oro de la puerta hermosa del Templo de Jerusalén, pasas bajo el arco triunfal que cada Miércoles Santo te lleva al más bello y hermoso calvario envidia de la humanidad: nuestra Catedral.

Madre del inmenso Dolor, no hay abrazo ni caricia que apague tu quebranto cuando impotente miras al Divino Pastor que modelara Fray Juan Bautista de la Concepción camino del Calvario.

¡Oh, Madre del Mayor Dolor! Aún no claves tus ojos azabache en la mirada del que eres esposa e hija desde la eternidad, el Padre bueno y compasivo, todavía no ha acabado el escarnio y el suplicio, la mofa, la burla del que fuiste Sagrario; queridísima Madre, el necio gobernante sigue creyendo que puede salir del aprieto en el que el viejo culto le ha puesto. Ahora tu dolor se irá haciendo más irresistible, hiel y amargor, que como decía Manuel Salcines:




Tu Mayor dolor Señora
después de tanto tormento
se convierte en rosas rojas
que caen sobre San Lorenzo
cuando despierta la Aurora.

Unos celestiales acordes truncan la malevolencia, execración y envidia de aquellos que se mofan e insultan al excelso Redentor. Se escucha la melodía del Señor de Capuchinos, que hace brotar un aliento nuevo en el debilitado corazón de Jesús que se yergue, se alza, para llegar con andar airoso, vibrante y acompasado, triunfante a hombros de los costaleros de Humildad y Paciencia. ¡Ahí quedó! De pie, con los brazos abiertos para ser despojado de tus vestiduras, no aceptas brebajes que apaguen los sentidos. Señor, humilde y paciente, quedas al desnudo, desnuda la inmaculada verdad que en breves instantes será la imagen viva del Cristo de los desagravios y misericordia. ¡No corras bella y sublime Paloma! Toma aliento en el vergel de la Merced, embriágate de la luz que pasa tras la red que te cobija y agranda el bruñido de la plata, oro en el fruto de tu mano, para ser esperanza con la otra. Paloma de Capuchinos, en tus labios llevas la luz de un nuevo amanecer lleno de perenne felicidad.

“Llegados al lugar llamado Calvario, le crucificaron allí a él y a los malhechores, uno a la derecha y otro a la izquierda”[23]. Aquí se cumple Señor lo que anunciaste a tus más allegados “cuando yo sea levantado de la tierra, atraeré a todos hacia mí”[24]. Y así es, Santísimo Cristo del Amor, un reguero de luminarias, un torrente de amor baja por Beato Henares hasta la sede de Osio para decirte:




No me mueve, mi Dios, para quererte
el cielo que me tienes prometido,
ni me mueve el infierno tan temido
para dejar por eso de ofenderte.

Tú me mueves, Señor, muéveme el verte
clavado en una cruz y escarnecido,
muéveme ver tu cuerpo tan herido,
muévenme tus afrentas y tu muerte.

Muéveme, en fin, tu amor, y en tal manera,
que aunque no hubiera cielo, yo te amara,
y aunque no hubiera infierno, te temiera[25].

No pases de largo nazareno del Amor, no seas como los escribas y fariseos que encolerizados derraman la podredumbre de su alma en burlas y blasfemias. Contempla la grandeza de la bondad, abre los oídos y escucha: “Padre, perdónalos porque no saben lo que hacen”[26]. Déjate alcanzar por las inflamadas saetas que desde ese trono de amor lanza nuestro Señor a tu corazón. Son las señales del gran amor que te profesa, por el que te libra de la esclavitud del pecado y de la muerte eterna, anda y alégrate, huye de la división y edifica la comunión.

“Los soldados, después que crucificaron a Jesús, tomaron sus vestidos, -con los que hicieron cuatro lotes, uno para cada soldado- y la túnica. La túnica era sin costura, de una pieza, tejida de arriba abajo. Por eso se dijeron: no la rompamos; echemos a suertes a ver a quién le toca”[27]. En este monte de la ignominia, los que tienen ensombrecido el corazón por el dueño de las tinieblas, presos de la codicia y la envidia, como hienas se baten violentamente por poseer los despojos del justo; en este dantesco monte se alza con la mirada perdida el Cristo de mi adolescencia y juventud, al que tanto interrogué por la verdad de mi incipiente vocación sacerdotal. Sí, mi Señor de la Agonía, que ignoras al centurión que te acerca la esponja empapada en vinagre, no quieres apartar la mirada de tus hijos que de las cuevas surgieron al amparo de la Señora de la Salud, que con esfuerzo, sacrificio y apasionada generosidad, liderados por un pequeño y humilde sacerdote con corazón de pastor bueno, ladrillo tras ladrillo, hizo que un Gólgota agónico no quedara a merced de la suerte, ni a la hiel de poderosos.

El atrio de la Catedral, henchido en una nube de incienso junto con la fragancia del azahar, acoge al Santísimo Cristo de las Penas que vierte dulzura al alma en el recogimiento de quien es testigo del nacimiento de la Córdoba cristiana; Cristo de la Sangre ante el que se arrodillaron los valientes y devotos Templarios y Caballeros de Santiago. Hasta este Gólgota que desean confiscar sigues trayendo en sí las plegarias del barrio viejo que alarga la mano para tocar el brazo de la cruz entre sollozos y suspiros en la plaza de la Corredera. En la solemnidad del momento nos dejas a la Virgen de los Desamparados. La madre virginal, la madre tuya la entregas al discípulo amado: “Mujer, ahí tienes a tu hijo”. Luego dices al discípulo: “Ahí tienes a tu madre”[28]. ¡Oh, qué mirada!, dos rostros, los ojos de uno en el otro, ¡cuánto amor se respira!, ¡cuánta ternura!, ¡cuánto dolor!, ¡cuánta esperanza! Desde tu cruz, desde donde corre tu sangre y a donde me invitas a acercarme, yo escucho todo tembloroso esta palabra tuya y esta revelación de una ternura, cuyo sentido siempre me supera. Virgen María, Purísima Concepción, aunque indigno, recíbeme como hijo tuyo: cuídame, defiéndeme, ayúdame en mis necesidades.

El día se hace noche, la oscuridad cae sobre esta ara basilical de San Vicente, crisol que alberga la sangre de innumerables testigos de la fe. Se acerca el terrible y ominoso momento, todo enmudece como dice el poeta:

“Bosques, nubes, estrellas, mares, montes
enmudezcan al ver la roja herida
que desgarra los negros horizontes,
al ver sobre la noche del Calvario
la cruz, la áspera cruz, sola y erguida,
y un Dios muriendo en ella solitario.[29]

En el profundo silencio un grito desgarrador: ¡Padre! Y contemplando la casa del Creador, el Santísimo Cristo de la Expiración dijo: “Todo está cumplido”[30], y al instante la profesión de fe de un pagano: “Verdaderamente este hombre era Hijo de Dios”[31]. El crucificado no deja a nadie indiferente. La vida del crucificado fue un constante canto de oración: en la elección de los discípulos, en la multiplicación de los panes, en las curaciones, en Getsemaní. Siempre sacerdote, Cristo sacerdote mostrando al Padre e intercediendo por el pueblo. Divino Cristo de la Expiración, hasta en tu último hálito llevas los hombres a Dios, cuida de tus sacerdotes, consiliarios de las hermandades, y de todos aquellos que se preparan para realizar el incruento sacrificio eucarístico y perdonar los pecados en tu nombre. Que por la intercesión de la Santísima Virgen del Rosario Coronada, sean calas de pobreza, castidad y obediencia.

No les ha bastado a los conspiradores y verdugos quitarte la vida, que corren presurosos a borrar la huella de tu paso. Pero en su ignorancia e insolencia no fueron conscientes de que su prisa abriría el manantial de la vida porque “uno de los soldados le atravesó el costado con una lanza y al instante salió sangre y agua”[32]. Queridos cofrades, ¡contemplad al Santísimo Cristo de Gracia! ¡Mirad al que traspasaron!” Dejad que su gracia os purifique, vivifique y sane las heridas de vuestros pecados. En el insuperable y magnífico trono gótico salido de la gubia de mi admirado y querido Miguel Arjona, emerge la universal, imponente y soberbia figura de un Cristo enamorado del hombre que se derrama hasta el extremo. Extendidos y desahogados brazos para acoger a toda la humanidad, y como en Belén los pastores, los sencillos se arrodillan, sienten, aman y con un manojo de espárragos dicen gracias a la Divina Gracia. En esta noche, amado corazón de Gracia, de la mano de mi hermano Fermín, cofrade ejemplar, y de tu familia trinitaria queremos rezarte diciendo:

Resplandecen los luceros
la noche del Jueves Santo
y a tierra bajan los cielos
para llorar tu quebranto,
Dios de los esparragueros.

Clavado está, Padre mío,
en el árbol de la cruz
tu cuerpo desnudo y frío;
lo va besando la luz
de los cirios encendidos.

Por el dolor de tus llagas,
por tu corona de espinas,
por tu sangre derramada
dame la salud perdida
Divino Cristo de Gracia.[33]

María Santísima de Vida, Dulzura y Esperanza, quieta y sola al pie de la cruz. En el dolor profundo del abandono, contemplando la cabeza inclinada de tu renuevo, fruto de tu talle, nos ganas la piedad, la virtud y la dignidad del costado de tu hijo yerto. Dignidad para todos tus hijos. El Papa Francisco se sorprendería al observar cómo la periferia viene a mostrar el dulce amor del Cristo Piadosísimo al corazón de la ciudad y, en este año, al corazón de la Iglesia cordobesa. Te pido Madre que intercedas por nosotros al Cristo de la Piedad, para que nuestros corazones se abran al Padre y clamen “ABBA”; que declamen tantas jaculatorias como puntadas salidas del taller de vuestras manos y así alcanzar la mansedumbre y templanza que acabe con la ira, la soberbia y egoísmo de nuestra sociedad dividida en ricos y pobres.

Danos, Señor,
fe para reconocerte
en la presencia normal de un hombre
como María supo reconocerte.

Danos, Señor,
manos para tratarte
y acogerte
con la ternura
de las manos de tu Madre.[34]

Afirma San Alfonso María Ligorio que “Jesús clavado en la cruz es la gran prueba del amor de un Dios”, la última estampa del Compás de San Francisco, porque la primera la dibujó el pobre de Asís al mostrarnos el pesebre, ambas nos declaran admirablemente el amor y la infinita caridad que profesa al hombre que hizo exclamar a San Francisco de Paula por tres veces: “¡Oh Dios Caridad!, ¡Oh Dios Caridad!, ¡Oh Dios Caridad!” Del costado abierto de Cristo brotan los sacramentos y también el manantial de caridad que ha llevado a esta vetusta e inmemorial hermandad desde sus orígenes a atender a los desvalidos y moribundos. Alberga en su patrimonio no solo ilustres nombres en el albor de la reconquista y unidad de España, de la jerarquía eclesiástica y de un ejército de filas bajo la bandera de la Caridad; sino también un jardín de obras pías y fundaciones para enfermos, tullidos, desvalidos, presos y excluidos que culminan en la gran obra del hospital de la Caridad del que queda el testigo de las piedras que lo sostuvieron. Desde este atril, imploro a todos los cofrades, bebed de esta rica historia y discernid cuál es el patrimonio que más agrada al Dios Caridad.

Hermanos cofrades, levantad los ojos y mirad a este hombre, varón de dolores, mirad este altar de la cruz en el imponente crucero de nuestra Catedral, salud callada de la humanidad que derrama clemencia desde la abertura de su corazón, que colma de compasión y misericordia a sus hijos, que rescata a las almas que esperan la visión beatífica, y recibe en la gloria a aquellos que en una buena muerte han corrido la misma suerte que el maestro. En este lugar, sede del apóstol, el Señor nos muestra la unidad de la Iglesia peregrina, purgante y triunfante.

Contemplad al crucificado, tan desfigurado tiene el aspecto que no parece hombre, “despreciable y desecho de los hombres, varón de dolores y sabedor de dolencias, como uno ante quien se oculta el rostro, despreciable, y no lo tuvimos en cuenta”[35] . Besad las llagas y bebed su cáliz, de Aquel que custodia el Arcángel San Rafael, medicina de Dios, medicina del alma. Llama a sus devotos para que en el areópago universitario se escuche la voz de la sabiduría que dice:




“Hijo mío, si das acogida a mis palabras
y guardas en tu memoria mis mandatos,
prestando oído a la sabiduría,
inclinan tu corazón a la prudencia;
si invocas a la inteligencia
y llamas a voces a la prudencia,
si la buscas como la plata
y como un tesoro la rebuscas,
entonces entenderás el temor de Yahveh
y la ciencia de Dios encontrarás”.[36]

Todo ello bajo la contemplación de aquella que vio cumplida la profecía del anciano Simeón. Que como un junco a merced del viento impetuoso de dolor al pie de la cruz, la Virgen de la Presentación trae a la memoria aquellas palabras que hieren su alma hasta el extremo: “¡y a ti misma una espada te atravesará el alma![37]  Pero no llores Madre mía, porque también tu Hijo viene a iluminar a los incrédulos y a ser nuestra gloria. Queremos, Madre, que despiertes de este trémulo sufrimiento y coseches entre cantares la inocencia de tus hijos que llevan prendidas las almas con la  luz del bautismo para transformar tu estancia en un haz de caridad. Madre y Señora de la Candelaria, que transformas la noche en día, el crepúsculo en alba, el desierto en prado fértil colmado de aroma a jazmín y azahar.

El montículo del oprobio cada vez abriga más la soledad, pero aún corre silenciosamente la sangre por los pies del divino esposo. Un sonido ronco se abre paso en la noche enlutada y la luna tiembla, y la luna gime, y la luna llora observando el paso de la Salud por las recónditas callejuelas del barrio de la Catedral. Hasta aquí vienen por el sinuoso empedrado, a escondidas en los recovecos de las plazuelas, o al abrigo de la puerta Almodóvar o del Portillo, o asidos a la reja cisterciense, o a la sombra de la espadaña trinitaria, incontables corazones enfermos de amor, inquietos, en busca de respuestas, curiosos y aventureros, y corazones amantes en busca del enamorado que rezan y que cantan:

Delante de la cruz, los ojos míos
quédenseme, Señor, así mirando
y sin ellos quererlo, estén llorando,
porque pecaron mucho y están fríos.

Y estos labios que dicen mis desvíos,
quédenseme, Señor, así cantando,
y sin ellos quererlo, estén rezando,
porque pecaron mucho y son impíos.

Y así, con la mirada en vos prendida
 así con la palabra prisionera,
como a la carne a vuestra cruz asida.
Quédeseme, Señor, el alma entera
así clavada en vuestra cruz mi vida,
Señor, así cuando queráis me muera.[38]

En esta noche donde las tinieblas toman posesión de la tierra, la pasión de la luna en el firmamento hace arder las almas puras que ven en el crucificado al Hijo del Dios vivo, revistiéndolos de hermosa blancura, transformando el silencio fúnebre en un silencio blanco que derrocha a raudales Misericordia. Reina y Señora de las Lágrimas, en el delicioso canto de Amargura, guarecida en el malva de tu palio, sostenido por doce báculos de oro, que cándidamente mecen tu estampa por la calle del Poyo hasta la basílica de San Pedro, alcánzanos del Cristo de la Misericordia la gracia de ser buenos consejeros, acoger al peregrino, compartir la sabiduría, asistir al enfermo y alimentar al hambriento, apagar la sed del que busca la verdad, compasivo con el que erra, y misericordioso con quien nos ofende, consolar al que sufre, y manso con los defectos de los demás, estar con el que padece en soledad y vestir a quien ha sido desnudado de su dignidad, y siempre interceder por los que aún peregrinan y rezar abundantes plegarias por los que nos han precedido en el signo de la fe, nuestros difuntos.

Arca de San Pedro que guardas en tu interior la oblación de los valientes, el eco luminoso de sus vidas traslada nuestros pensamientos a esa Hermandad, heredera de los puros beneficios de la bandera del Rey Eternal que San Ignacio tan eminentemente nos hizo amar, que camina en el más puro rigor, austeridad y recogimiento, que con sus benditos pies declama un susurro que nos eleva a contemplar al Cristo de la Buena Muerte. Vuelve, cofrade, tus ojos a la belleza y perfección de una buena muerte. Excelencia a la que hemos de aspirar; ya sé que dirás que no anida tu corazón gallardía y valor para padecer la misma muerte. ¡No tengas miedo, cofrade de la Buena Muerte! El Señor, sabedor de nuestras dolencias y miedos, nos ha dejado a su bendita Madre, la Reina de los Mártires, y al son del himno doliente de “Salve Regina Martyrum” nos insufla el aliento para vencer en la gran tribulación. En su portentoso palio y manto lleva grabadas las palmas de la victoria y en las cartelas las imágenes de aquellos que Duque Cornejo estampara en el coro de la Catedral. No hay gemas ni filigranas más excelsas que coronen a Nuestra Señora que el don de nuestros mártires: San Acisclo y Victoria, San Zoilo, Rodrigo,…. Victoria Díez y mártires del siglo XX; y con ellos nuestros santos: Juan de Ávila, Cristóbal de Santa Catalina, Rafaela María… Ellos son el honor y la gloria de Córdoba.

Aún queda un último gesto de compasión e inmenso amor. El Señor de la vida no ha dejado en el olvido a todos aquellos justos que murieron esperando ver la gracia de este día. En este monte, Madre y Señora de las Tristezas, Señora de las Montañas, que acoges al ermitaño que vive penitentemente por nuestros pecados, Tu Divino Hijo, rescata del profundo y maloliente infierno a todas aquellas almas por las que nadie oró porque no conocieron el poder de la cruz. El Señor, Remedio de Ánimas, nos da la última lección: es justo, necesario y santo, rezar por nuestros difuntos. Por ello, los fieles de Ánimas, en los humilladeros de la calle Cristo, plaza Olmos y en el rincón de la portezuela de San Lorenzo, acogían limosnas para que ardieran las lámparas sin consumirse, en sufragio, reiterando en el tiempo el signo del Señor de Ánimas en el calvario: ganar todas las almas para la gloria del Paraíso.

Quiéreme Señor de Ánimas,
condona mis pecados,
déjame agarrar las azucenas
de tus pies y manos
para no volver a caer,
acógeme allí donde ya no existirá
el tiempo ni el espacio,
allí donde ya no habrá día y noche,
allí donde todo es alegría sin fin.

Todo ha llegado a su término, Señora del Buen Fin. Las nubes despejan el calvario y reluce el colorido en el Campo de la Verdad. Hasta ti, Madre del Refugio, que has permanecido sola ante el dolor, llegan los santos varones José de Arimatea y Nicodemo, el discípulo amado, María Magdalena, María de Salomé y María de Cleofás para ayudarte en el trance de bajar del estandarte de la Redención al amor de tus amores; traen mirra y áloe para enjugar las llagas del malherido cuerpo y vendas para revestir su desnudez. ¡Cuántas preseas salen de las manos de los sencillos y humildes hombres y mujeres del Campo de la Verdad! Contemplad a Cristo descender de la Cruz, besad las llagas de sus pies y manos, besad su corazón rasgado. La cruz desnuda está, trono de la Salvación, estandarte y emblema de los hijos de Dios, como Santa Teresa de Jesús, rezad:


“En la cruz está la vida y el consuelo
y ella sola es el camino para el cielo.
En la cruz está el Señor de cielo y tierra
y el gozar da mucha paz, aunque haya guerra.
Todos los males destierra de este suelo
y ella sola es el camino para el cielo.

Es una oliva preciosa la santa cruz,
que con su aceite nos unta y nos da luz.
Alma mía, toma la cruz con gran consuelo.
Que ella sola es el camino para el cielo”.[39]

¿Qué humano puede ser tan duro como el pedernal y quién puede ser un témpano incapaz de rendirse ante una Madre envuelta en llanto, quebrada en la fragilidad maternal que sobre el manto de rosas en sus rodillas duerme el cuerpo yerto de su hijo ultrajado y mancillado? ¿Qué corazón no se hiende y agrieta en lágrimas, lamentos y gemidos? ¿Qué corazón no se desmorona al contemplarte Reina de San Agustín? ¿Se puede ser más bella en el llanto? ¡Ay, madre de las Angustias! Ahora comprendo el amor que mi madre sentía por ti. Escribiendo este pregón, tu mirada ha despertado un recuerdo que había dejado en el olvido del pensamiento, la estampa de mi madre, Isabel, cuando yo tenía nueve años, y contemplarla rota, sitiada en el llanto, con mi hermano mayor entre sus brazos, envuelto en una sábana blanca que dejaba traslucir el color de la sangre. Y como tú, Madre, que pausada y tiernamente extraes las espinas de las sienes de tu hermoso Hijo y que conservas como relicario en las yemas de tus dedos, ella iba silenciosamente, absorta en la faz de su primogénito, empapando y enjugando la sangre de su rostro que transformó en claveles de pasión cada día en la estancia de su sepultura hasta su muerte.


¡Déjame, Madre de las Angustias
 besar tu rostro!
¡Déjame abrazarte profundamente!
¡Déjame acariciarte cálidamente!
¡Déjame llorar contigo!
Y llévale a mi madre al cielo
todos los abrazos,
todas las caricias
y los besitos de pajarito que no le di.

“Flor del Desconsuelo”,[40]que transida de dolor y agotada por las espantosas horas vividas, sostenida por el discípulo amado y María Magdalena, caminas silenciosamente, tras el Señor de los escribanos, contemplando sobre tus lánguidas manos el paño que lleva impregnado en roleos la huella martirial del Divino Maestro y las estrellas que tus dulcísimas lágrimas han derramado. Querida Madre, a tus plantas se despide el duelo, tus costaleros se abrazan entre lágrimas y corazones desconsolados; y en el sepulcro del Salvador y Santo Domingo esperan en extraordinario recogimiento y bañados en innumerables lágrimas los ojos de los nazarenos que en un río de luminarias, en el oscuro y trémulo anochecer, aguardan a que Tú, Madre del Desconsuelo, des la última despedida. ¡Qué belleza sin igual en la muerte! El duelo de cirios extenuantes se abre para permitirte que te acerques a la losa que sostiene el cuerpo exánime de tu hijo y puedas besar sus llagas antes de ser cubierto. Una pulcra tumba, neomanierista, dorada y policromada en color negro con aplicaciones de plata, que manifiesta que quien aquí reposa es el Verbo que en el principio estaba junto al Padre, que se hizo para sí un pueblo con el que más tarde estableció una Alianza, del que tuvo infinita compasión y misericordia y al que le anunció y prometió ver este día donde acontece una nueva creación. Aquí yace el Divino Hijo que da cumplimiento a la Ley y a los profetas, el grano de trigo que muere en espera de una nueva primavera.

La piedra ya ha sido corrida, todo ha enmudecido, y la quebrada Madre del Redentor camina allí donde la sangre vertida del costado de Cristo traspasado ha hecho brotar una preciosa flor, el convento de San Jacinto, iris que luce esplendorosamente en la cal de Capuchinos. Allí, cobijada en portentosas yeserías en un cielo azul, se encuentra la Madre y Señora de Córdoba, la excelsa reina de las almas dolientes y sufrientes de nuestro pueblo, la Señora de los Dolores, Coronada con las preseas de gratitudes de los cordobeses, que en su corazón herido por siete puñales, recibieron el don de una vida de dulzura y paz. Hasta Ti, corazón herido de amor de Dios, acude un reguero de peregrinos a contemplar tu rostro doloroso, almas abatidas que prenden pábilos vacilantes a punto de ahogarse en sollozos y suspiros por los pecados cometidos. He visto Madre de los Dolores, cómo esos corazones tornan de tu presencia con unos ojos henchidos de esperanza, confortados y fortalecidos para seguir la senda diaria de la vía dolorosa que nos ha de llevar a contemplarte coronada como Madre y Señora de Cielo y Tierra.  Por ello, Señora de los Dolores, en esta noche, antesala de la semana de la Pasión, me uno al poeta que te implora:

“Óyenos, bienaventurada Señora Nuestra de los Dolores.
Desde tu luto al pie de la Cruz la tarde de la hiel y de la sábana.
Desde los clavos y las espinas que se han
posado en tu mano como un ave funesta
y son a la vez áureo regalo de salvación.
Tú que eres Corazón de Dolor
salva a los que se ahogan en el oleaje
de sus corazones apasionados,
socorre a los que caminan cayendo
en el exilio de su calvario….


…Reina enlutada de los Servitas.
Reina descalza de las calladas penitencias.
Reina del duelo en el Viernes de la Tristeza.
Reina dolorosísima que lloras implorante por nuestro destierro,
danos un día la ciudad eterna de tu Hijo, la
almenada ciudad de Dios que será otra Córdoba celeste.


Madre coronada de Córdoba atiéndenos.
Corazón de Córdoba escúchanos.
Señora de Córdoba óyenos y
llegue nuestro clamor a Ti.[41]

¡Oh, Soledad! ¡Oh, Clausura, tierna y delicada! ¡Oh, Madre callada! ¡Oh, Soledad! Cansada ya de llorar, triste y afligida está la Virgen en su Soledad. Nadie a tu lado, solita e inalterable con tu pena y dolor en el hogar de Santiago. En la casa del apóstol origen de la fe de España y que te dejó en un Pilar para sostenernos unidos ante la adversidad y contiendas de la vida. ¡Oh, Soledad! No llores Madre del alma, no llores Madre querida, que la tristeza me ahoga, me ahoga verte tan afligida por mis pecados, déjame Madre mía. ¡Oh, Soledad!, enjuga tu llanto. ¡Cofrade de Córdoba! No duermas. ¿No alberga tu corazón entrañas de compasión para acompañar a la Madre del que entrega la vida por ti; tan lóbrega y tosca tienes el ánima que no hay un instante para abrazar, colmar de besos, caricias a mi Señora de la Soledad? Todos se van, amante y bendita Madre, todos sueñan ajenos a tu inmenso pesar, dulce Señora; yo en tu Soledad, háblame. Y ella con una voz temblorosa me susurra entre lágrimas: "Miro a todos los que viven en el mundo para ver si hay quien se compadezca de Mí y medite mi dolor, mas hallo poquísimos que piensen en mi tribulación y padecimientos. Por eso tú, hijo mío, no te olvides de Mí que soy olvidada y menospreciada por muchos. Mira mi dolor e imítame en lo que pudieres. Considera mis angustias y mis lágrimas y duélete de que sean tan pocos los amigos de Dios."[42]

¿Qué ocurre, Madre? ¿Qué te ha sobresaltado? Quédate y descansa que aún la oscura noche todo lo oculta, todo es silencio, todos duermen.

¿Dónde vas Soledad triste,
“acompañá” del silencio?
Voy en busca de mi Hijo
que en el sepulcro está muerto.[43]

Las mujeres presurosas salen tras la estela que va dejando la Virgen Santísima por la calle del Sol cuando comienzan las primeras luces del alba trazándose en el horizonte. Cuando alcanzan a la Señora, cuyo rostro va dibujando una leve sonrisa, ensimismada en su interior, rememorando y gustando las palabras del Arcángel Gabriel “Salve, María, llena de gracia”; ellas se preguntaban “¿quién nos retirará la piedra de la puerta del sepulcro? Y entrando en el sepulcro vieron a un joven sentado en el lado derecho, vestido con una túnica blanca, y se asustaron”. Pero él les dice: “No os asustéis. Buscáis a Jesús de Nazaret, el Crucificado; ha resucitado, no está aquí. Ved el lugar donde lo pusieron”.[44] Y al pronto, ellas, turbadas y consternadas, salen presurosas, sin norte, para acabar parando cerca de la muralla de la Axerquía, allí donde se levanta el vetusto templo fernandino dedicado a Santa Marina. Ven la figura de un hombre, al que confundiéndolo con un hortelano, María Magdalena le dice: “Señor, si tú te lo has llevado dime dónde lo has puesto, y yo me lo llevaré”. Jesús le dice: “María (…) Ella se vuelve y le dice: Maestro. Jesús le dijo: No me toques, que todavía no he subido al Padre”[45]. Pero a Ella sí, a su bendita Madre, solo a Ella deja acercarse para besarle y abrazarle, para recibir la gratitud del Hijo. Solo la que besó y enjugó con sus lágrimas las llagas y el cuerpo lacerado del divino Redentor. La pureza y fortaleza de la elegida desde siempre es la que solo puede mirar y abrazar a Dios y no morir. Él recompone el corazón marchito y ajado por tanto dolor al pie de la cruz y María queda transformada en la Reina de la Alegría y la Vida.

Cristo victorioso camina a hombros de sus hijos exultantes, porque han encontrado el tesoro, la perla perdida, y con un andar triunfante van llenando de luz la calle Moriscos, Piedra Escrita… y la vía dolorosa, transformándola en un vergel regado de frescas acequias que llenan de vida la tierra nublada por el mal hasta llegar a la esbelta y grandiosa Catedral. Allí el cirio de la Pascua se eleva ahora donde antes estuvo el leño de la ignominia. Luz de pureza. Columna de Marfil. Acrisolada en el tiempo, fruto del esfuerzo y la dulzura, para que nuestra alma, al contemplarlo, desborde de gozo, felicidad y entusiasmo, como la bendita Señora de Santa Marina, la Virgen de la Alegría. 

Virgen de la Alegría que irradias vida bajo un palio de malla, tejido en oro. Bambalinas que se acompasan al grito de las exultantes gargantas de los hijos de Santa Marina, monjitas clarisas que te piropean: ¡Guapa! ¡Bonita! ¡Eres más pura que el sol! ¡Estrella de la mañana! ¡Bendita entre todas las mujeres! ¡Puerta del cielo! Virgen de la Alegría, preciosa y bella como no hay hermosura igual, que todas las primaveras haces florecer en el corazón de nuestras casas las macetas de claveles, gladiolos, calas, geranios, gitanillas, buganvilla, jazmines, dama de noche y el inconmensurable azahar para ser pétalos que adornen tu pelo al caer por las rendijas de tu soberbio palio, baldaquino que guarda a la que los cielos aclaman como Madre Celestial y los hombres como Madre y Reina de los corazones.

¡Virgen de la Alegría!,
jubilosa estrella de Santa Marina,
devota y orante hija del Creador,
dulce esposa del Espíritu Santo,
Señora de Nazaret, madre del Sí.

Tez sublime de hermosa pureza,
Virgen de Fátima, susurro de los pequeños,
Morenita, que en el cerro del Cabezo
acoges las plegarias del corazón sincero.

Escondida, Señora de Villaviciosa en la serranía
que desprende aroma a tomillo y romero,
valiente capitana, abanderada de la verdad,
conquistadora y bella Reina de Linares.

Excelso Rayo de esperanza y paz,
que apaga la sed de las almas errantes
en el manantial de tu Fuente Santa,
y salvas a quien te nombre e implore Socorro.

Madre del Tránsito, grata durmiente,
que en el ocaso de la vida,
nos adornas con el escapulario carmelitano,
llévanos hasta el altar del cielo, Señora de Araceli.

Y siempre, alegre y egregia Paloma Blanca,
permanezcamos anclados a tu dulce mirada.
Salud de los enfermos, Auxilio de los creyentes,
Divina y tierna Pastora,
Madre Amada de la Sierra, no nos niegues tu favor.






[1] Zac 9,9
[2] Lc 4, 18
[3] Jn 12, 13
[4] Lc 22, 15
[5] Mt 26, 26
[6] Mt 26, 27
[7] Jn 26, 39
[8] Jn 26, 45
[9] Jn 26, 45
[10] Jn 38, 33
[11] Jn 18, 36
[12] Jn 19, 1
[13] San Alfonso María Ligorio. Meditaciones sobre la Pasión de Jesucristo. Cuadernos Palabra. Madrid 1986. Pág. 82
[14]Cf. Mt 28, 29
[15] Jn 19, 5
[16] Jn 19, 6
[17] Jn 19, 17
[18] Is 53, 7
[19] San Alfonso María Ligorio. Meditaciones sobre la Pasión de Jesucristo. Cuadernos Palabra. Madrid 1986. Pag. 106-107
[20] Fermín Pérez Martínez. Imagen y Poesía de la Semana Santa de Córdoba. Monte de Piedad y Caja de Ahorros de Córdoba. Córdoba, 1990. Pág. 194
[21] Ib. Pág. 198
[22] Manuel Machado. Imagen y Poesía de la Semana Santa de Córdoba. Monte de Piedad y Caja de Ahorros de Córdoba. Córdoba, 1990. Pág. 154

[23] Lc 23, 33
[24] Jn 12, 32
[25] Anónimo.
[26] Lc 23, 34
[27] Jn 19, 23-24
[28] Jn 19, 26-27
[29]Ricardo Molina Tenor. Imagen y Poesía de la Semana Santa de Córdoba. Monte de Piedad y Caja de Ahorros de Córdoba. Córdoba, 1990. Pág. 200
[30] Jn 19, 30
[31] Mc 17, 39
[32] Jn 19, 34
[33]Fermín Pérez Martínez. Imagen y Poesía de la Semana Santa de Córdoba. Monte de Piedad y Caja de Ahorros de Córdoba. Córdoba, 1990. Pág. 166.

[34] Anónimo.
[35] Is 53, 3
[36] Prov 2, 1-5
[37] Lc 2, 35
[38] Rafael Sánchez Mata. 1894-1966.
[39] Santa Teresa de Jesús.
[40] Francisco José Mellado Lucena.
[41] Pablo García Baena. Ritual a Ntra. Sra. de los Dolores. Imprenta Provincial de la Excma. Diputación. Córdoba. 1994. Pág. 37-41
[42] Santa Brígida de Suecia.
[43] Luis Melgar Reina y Ángel Marín Rujula. Saetas, pregones y romances litúrgicos cordobeses. Publicaciones del Monte de Piedad y Caja de Ahorros de Córdoba. Córdoba. 1997. Pág. 64
[44] Mc 16, 3. 5-6
[45] Jn 20, 15-16

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